domingo, 27 de abril de 2008
Educar en democracia, derechos humanos y valores
Artículo escrito por Abraham Leonardo Gak
Profesor Honorario de la
Universidad de Buenos Aires
Tenemos el honor de presentar un artículo escrito por el Profesor Abraham Gak, Profesor Honorario de la Universidad de Buenos Aires, quien a partir del presente ciclo lectivo se desempeña como asesor de la Escuela Secundaria
Educar en democracia, derechos humanos y valores
Deberíamos empezar por tomar en cuenta el contexto en que se ven inmersos los adolescentes. Numerosos trabajos de destacados especialistas profundizan esta temática; dicen Silvia Duschatzky y Cristina Corea en su inquietante libro Chicos en banda: “La violencia se presenta como el sustrato cotidiano sobre el que construyen la subjetividad niños y jóvenes (…); la violencia es hoy una nueva forma de sociabilidad, un modo de estar ‘con’ los otros o de buscar a los otros…”. La familia y la escuela se encuentran impotentes para enfrentar esas nuevas formas de relación, lo que pone en cuestión la autoridad de quienes están al frente de estas instituciones, al menos tal como se la concebía hasta el presente.
Una forma de enfrentar estas situaciones es apelando al disciplinamiento, lo que resulta particularmente ineficaz, habida cuenta de que la autoridad que lo impone no cuenta con la aceptación y reconocimiento por parte de los jóvenes. En realidad, tras el discurso de ‘orden y disciplina’ se esconden los principios de control social, categoría más abarcativa que persigue que el sistema instituido no se vea alterado.
De ahí que se alcen voces en reclamo de las modificaciones a las normas penales para incluir a los menores en ellas: que nadie atente contra las reglas de una sociedad regida por las leyes de mercado que considera al ser humano como consumidor -y como tal lo forma- y no en su condición de ciudadano con los derechos y obligaciones que el concepto implica.
La escuela debe enfrentar estos nuevos escenarios partiendo de algunas premisas básicas: en primer término, la violencia no es patrimonio exclusivo de los adolescentes; por lo contrario, los adultos la ejercen de muchas maneras, explícitas algunas veces e implícitas las más. En segundo lugar, no existe el ‘alumno ideal’ tal como era concebido, sino este adolescente de carne y hueso que nos enfrenta y cuestiona. En tercer término -esta enumeración no es exhaustiva- es necesario reconstruir nuevas formas de ejercicio de autoridad basadas sobre la comprensión y el respeto mutuos.
La sociedad argentina ha avanzado en estos aspectos en los últimos años, sancionando una ley que contempla los derechos de los niños, niñas y adolescentes y creando organismos ad hoc para su defensa.
Asimismo la ley de Educación Nacional fija como uno de los objetivos de la política educativa asegurar la participación democrática de docentes, familias y estudiantes en las instituciones educativas de todos los niveles y promover una formación ciudadana comprometida con los valores éticos y democráticos de participación, libertad, solidaridad, resolución pacífica de conflictos y respeto a los derechos humanos.
La institución escuela aún no ha tomado debida nota de estas disposiciones legales y enfrenta muchas veces los conflictos utilizando criterios desactualizados y alejados de la realidad. Esto no significa que los responsables de los establecimientos educativos deban aceptar todos los requerimientos de los alumnos, que por cierto necesitan, como parte de su formación, reconocer los límites necesarios. Está en los educadores propiciar un ámbito de diálogo franco para que estos límites sean aceptados y llevados a la práctica. Esto no siempre se logra, pero el ejercicio de autoridad debe estar basado en principios de justicia y de consideración mutua.
El respeto por parte de los adolescentes no se logra a partir de imposiciones y sanciones, sino a través de ejemplos y actitudes consecuentemente comprometidas con la tarea de ayudar en la formación de personalidades , no a nuestra imagen y semejanza, sino la del ser humano único que hay en cada adolescente.
En forma reiterada la sociedad se ve conmocionada por una serie de hechos de violencia vinculados con adolescentes escolarizados.
Según una encuesta virtual de un medio masivo de comunicación a la consulta acerca de qué medida debía adoptarse con un alumno que había agredido a una docente, más del 80 % de los encuestados respondió que debía expulsarse al agresor.
Frente a estos hechos, el sistema educativo actúa “como bombero”; es decir, intenta apagar el fuego y, en el mejor de los casos, reparar los daños del incendio.
Es indudable que no podemos encarar estos problemas si no es en forma sistémica; en este sentido la prevención debería ser el arma principal con que se cuente para lidiar con el entorno de violencia que la acecha.
La labor de la escuela no puede limitarse a la función académica básica que la sustenta. Por cierto que debe enseñar -y bien- pero debe hacerse cargo, aun con las limitaciones existentes y junto con las familias, de ayudar a niños y jóvenes a formarse como ciudadanos responsables que convivan en una sociedad democrática y solidaria.
Esto no significa que no existan conflictos; lo importante es que la escuela asuma estos conflictos y encuentre la manera de trabajar con ellos para que se diriman sin violencia y para que cada uno de ellos represente un aprendizaje para el conjunto.
Es importante que no depositemos toda la violencia en los alumnos pues ésta existe también en los adultos que conviven con ellos, dentro y fuera de la escuela. Qué mejor ejemplo que los docentes que hacen abuso de su autoridad en el aula, que subestiman a los estudiantes, que en algunos casos los discriminan e incluso los amenazan.
Desde luego que no son todos. Los hay que acompañan a niños y jóvenes en su crecimiento, los alientan en su estudio y comparten sus inquietudes y problemas y, en muchos casos, asumen compromisos y se involucran, aun con riesgo personal.
Se trata, en definitiva, de arbitrar mecanismos sistémicos para que esta temática esté siempre presente en la actividad escolar, y no sólo cuando ocurren los hechos que luego se lamentan.
Es necesario comprender que cuando un hecho de violencia ocurre en un establecimiento éste afecta a todos quienes lo integran, y su tratamiento y discusión no pueden ser fruto de la improvisación ni estar a cargo de quienes no están adecuadamente preparados para hacerlo.
Se dirá que prácticamente en todas las jurisdicciones existen estos servicios; sin embargo la cantidad y dedicación horaria de personal de estas especialidades, es ínfimo en relación con las necesidades reales.
La presencia de profesores tutores al frente de los cursos para atender cuestiones relacionadas tanto con conflictos individuales como grupales y problemas de aprendizaje, es un elemento central en el esquema de prevención, siempre y cuando tengan una presencia real en cada curso y durante todos los años que transiten en la escuela. Esta función no debe ser “una más”; los docentes que asuman esta tarea deben contar con una capacitación y programas específicos.
Los preceptores también deben tener una formación apropiada, ya que son quienes están cotidianamente en contacto con los jóvenes y, por lo tanto, los que pueden detectar con más facilidad la presencia de problemas y generar los mecanismos institucionales para abordarlos.
Se requiere también la presencia de los profesionales especializados mencionados para intervenir en forma conjunta ante señales que alerten sobre conflictos en gestación, como así también ante situaciones individuales que coloquen a los alumnos en situación de riesgo.
Es central que los estudiantes puedan asumir protagonismo en su propia formación. En este sentido, su participación en los centros de estudiantes, consejos de convivencia y académicos es fundamental. Por otra parte, los vínculos interpersonales son insustituibles para generar solidaridades y anticipar situaciones de riesgo.
Esta es una red cuya coordinación –por cierto harto compleja- recae en los directivos de la escuela que deberán poseer la sensibilidad, serenidad y autoridad legitimada para tomar las decisiones pertinentes.
El sistema educativo debe enfrentar nuevos escenarios. La irrupción en la escuela de la violencia, junto con las adicciones de diverso tipo, la descalificación sistemática de la autoridad, los embarazos prematuros, las crisis familiares, la precarización de las condiciones laborales y de vida de núcleos significativos de la población, colocan a la escuela ante situaciones que la desconcierta y para las que, muchas veces, no tiene respuesta.
Debemos decir una vez más, que los paradigmas sobre los que se basa nuestra escuela -que, recordemos, vienen del siglo XIX- no nos permiten enfrentar una realidad tan compleja como preocupante.
No olvidemos que somos los adultos quienes con nuestras acciones y omisiones generamos un contexto en el que los jóvenes están obligados -muchas veces con precarias herramientas- a convivir.
Si encaramos la labor docente sobre estos principios habremos resuelto esta relación tan compleja entre democracia, derechos humanos y educación en valores. En definitiva hacer frente a estos nuevos desafíos que la época exige a la escuela.
Es necesaria una profunda reforma del sistema educativo que contemple también una formación docente acorde con estos requerimientos para que la escuela recupere la centralidad que alguna vez tuvo en la sociedad, en estrecho vínculo con la familia. Este camino está poco explorado. Muchos han pensado acerca de estas cuestiones y sobre esos aportes debemos apoyarnos para avanzar, a fuerza de aciertos y errores.
Lo verdaderamente grave sería no intentarlo.